22.12.05

Noche


Su sonrisa lo deslumbró y entre rumba y rumba supo que esa diosa mexicana se le había metido en el corazón. Una noche, bajo las luces de la ciudad colonial, el muchacho de Caracas algo le dijo al oído. Una promesa, tal vez un poema, una canción quizás. Eso nadie lo sabe. Sólo la noche cartagenera.

Betty, la Palenquera























Un día salió de San Basilio de los Palenques y llegó a la ciudad, a Cartagena. Era su primer día de clases. Esa tarde regresó a su rincón africano con los ojos hinchados de tanto llorar porque sus compañeros le decían negra inútil. Y así la hitoria se repitió en varios ámbitos, como en aquella casa donde trabajó soportando a esa ama de casa que la correteaba con una escoba cuando hacía mal las cosas. Negra inmunda, le decía. Sólo le faltó el látigo. O dejarla que se secara al sol amarrada a un palo como solían hacerlo con sus antepasados en la época de la colonia. Betty tiene 24 años y un hijo de dos a quien llamó Keyner, un nombre que inventó juntando letras, buscando sonidos. Hace poco le enseñaron a las negritas de Palenque a hacer masajes y resultó que salieron todas en masa a las costas de Cartagena a vender su talento relajante de manos grandes y fuertes. Pero Betty, como no acosaba a sus clientes como el resto de sus coterráneas, se fue quedando con poca pega y escaso dinero para llevar a su casa que comparte con su madre ya vieja y sus hermanos pequeños. Su padre emigró a Venezuela. Nada sabe de él. El padre de su hijo quien sabe por donde anda. Se fue el mismo día que ella le contó que esperaban un hijo. Claro que lloró, lloró como condenada. Pero ya fue. Ya no cree en los hombres. Ni siquiera en esos españoles que tanto desean esos labios gruesos y le prometen llevarsela de esa tierra pobre a conocer el mundo de las luces. Un día la encontré en La Boquilla, con la mirada perdida en el mar. Angustiada. Recordó que alguna vez se enterró un cuchillo en la muñeca, pero que no alcanzó a morir porque su hermanastro la recogió y curó sus heridas. Sus motivos para entrar por esa puerta eran muchos, pero el más importante era que quería terminar el colegio y todo indicaba que ya no iría más. Mucho menos a la universidad. Por pobre, por negra. La vi caminar sobre la arena descalza, con un balde en la mano, crema en la otra, intentando vender sus dones de masajista, regalando muestras para ver si alguien se tentaba. La vi sentarse bajo un toldo con la cara cansada y los bolsillos vacíos. La vi llorar una vez más. De rabia e impotencia. Sospeché que quería salir huyendo a un lugar más digno. Quien sabe donde. Entonces, de pronto ´se levantó y siguió caminando, buscando cuerpos cansados. Juntó unos pesos y fuimos a comprar leche para su querido Keyner. Y una compota. Y un dulce. Y una sonrisa. Nos separamos en la Calle de las Carretas, en el centro histórico, por donde alguna vez pasaron sus ancestros caminando detrás de sus amos con las sombrillas sobre sus cabezas protegiéndoles de ese sol que para ellos era tan cotidiano. Apretó mi mano muy fuerte y me dijo que no me olvidaría. Yo tampoco, le respondí. La vi perderse por esas callejuelas, entre la muchedumbre, caminando como una pantera.

10.12.05

Cartagena dia uno


Llegué ayer a las cuatro de la tarde al aeropuerto de Cartagena de Indias luego de viajar una hora desde Bogotá en un avión pequeñito. Qué se yo que modelo era. Al fin me tocó el asiento al lado de la ventana. Impresionante. Desde arriba pude ver que Bogotá no es menos abigarrada que Santiago. Luego se me perdió esa ciudad tan cálida y sólo pude ver motas de algodón al lado mío. Mi compañero de asiento era un cartagenero que tenía una empresa multinacional de seguridad. Se llamaba Francisco. Extraño conversar con un empresario que se siente de izquierda y que sabe más de política nacional que nadie. Muy culto y amable. Hasta ese momento fue el único colombiano que no me preguntó mi estado civil. El tipo viajaba a Cartagena a la investidura del alcalde de la ciudad que se celebraría en la plaza de la aduana. Su hermano iba a ser parte de este gobierno local y él no podía faltar, aunque no le agradaba mucho la idea de estar festejando a alguien que hace siete años ya había sido alcalde y salió del municipio directo a la cárcel. ¡Que ignorante es la gente como para reelegir a un ladrón¡ me decía furioso. Aquí en Colombia todo puede pasar, insistió a modo de consuelo. Pese a ser un cartagenero más (nacido y criado en esta ciudad colonial) las costumbres de su tierra natal no le agradaban mucho. Me ha dicho que acá la gente vive como si estuviera en la colonia. Todo antes de llegar. Y sí, se puede decir que la modernidad no es un tema. Pero eso hace a esta ciudad más acogedora. La gente habla perfecto castellano. Si tienen que atenderte, lo hacen de manera afanosa: ala orden, dicen como si estuvieran dedicando su vida en ese minuto. Escribo desde un hotel que me recomendó el capitán del avión que me trajo hasta acá. Lo conocí mientras me comía una paella colombiana en el aeropuerto El Dorado. La garzona me preguntó si no tenía problema en compartir mi mesa con el capitán y le contesté que no. El patio de comidas no contaba con muchas mesas así es que ahí se mezclaba de todo. Lo que no sabía era que ese sujeto pilotaría la máquina a la que yo me subiría una hora más tarde con el miedo que me provocan. Lo lamentable fue que durante nuestra conversación me ha contado historias terribles de secuestros de aviones. Todas ocurridas durante los últimos meses. Esto me produjo terror por un lado, pero muchas ganas de conversar con algunos de esos dementes. En especial uno que burló la seguridad portando dos granadas en su silla de ruedas y amenazó a la tripulación con hacer explotar el avión si no le daban una pensión justa. Está preso en un pueblo cercano a Bogotá. Porque claro, el hombre era un cándido que jamás supo cómo se secuestraba un avión, al menos exitosamente.
Bajé de esa nave con mi amigo el empresario y sentí que me ahogaba con ese aire espeso como vapor de sauna. Y ahora está fresco, me dijo. Nos separamos y tomé un taxi cuyo conductor tenía tantos años que apenas me escuchaba. Le tuve que explicar mil veces donde iba. Después de darme mil vueltas pude llegar. Como venía recomendada por el capitán el descuento que me han hecho en el hotel fue suculento. 50%. Regatear es fácil. La plata no es algo muy relevante por aquí. Y mis morlacos no son muchos para diez días de estadía. El local no es un lujo, pero es acogedor. Tiene cabañas con techo de totora o ramas gruesas. Es como estar en la selva. Con mosquitos incluidos. Son las nueve y media y he dormido desde las seis de la tarde de ayer viernes. Tenía tantos planes para realizar, pero este clima me dejó tumbada en mi cabaña. Me quedé dormida escuchando el crujido del vetusto aire acondicionado que cuelga de una pared que casi se cae a pedazos. ¿Dónde vine a parar?
Pero esta mañana me puse a recorrer el lugar y el panorama cambió. Lo primero que vi llegando al restaurante donde me sirvieron huevos revueltos con tomate y cebolla, arepas fritas y limonada frappé, fue el mar caribe. Inmenso. Caliente. Rodeado por palmeras y sillas donde reposar. Un sueño. No me movería en meses de aquí. Luis Hernández es mi anfitrión. El y sus compañeros de trabajo tienen la piel negra. Y se ríen de cualquier cosa. Coquetos y coquetas.
Ahora voy a ir a buscar un pueblo de por aquí que se llama Palenque donde según me dijeron, la población todavía habla africano.
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