Ahora que se habla de guerra, recuerdo un pequeño incidente en Colombia. Yo iba en el minibus rumbo al aeropuerto, desde el hotel. Era mi último día en Cartagena y todo había sido tranquilo. ¡Ni un balazo siquiera! Había visto patrullas militares en los barrios pobres, pero sólo una vez. Los policías se notaban más por su corrupción: las calles eran un caos, vereda y carretera, y el único medio de subsistencia era el comercio. Naturalmente, las transnacionales se habían quedado con el gran negocio del turismo y los nativos estaban obligados a "rebuscársela", como ellos decían. Vi unas armas de fuego una vez, en la Ciudad Amurallada: entraron dos "gendarmes" (parecían guardias de seguridad) a un Centro contra el cáncer (o al menos eso leí en el cartel de afuera), desenfundando un revólver y una escopeta relucientes, de color plateado. Desde luego, pensé: "ándate rápido". No supe qué habrá ocurrido, y por la prensa no se dijo nada.
Desde entonces, no dejó de llamarme la atención el regimiento, justo en el centro de la ciudad. Y las loas exageradas y unánimes al gobierno. Incluso en el último momento, arriba de ese minibus, el chofer decía a un grupo de chilenos: "Yo votaría por tercera vez a Uribe, a ojos cerrados. Gracias a Dios, ahora hay trabajo. El país se reactivó y las calles están seguras". Los otros chilenos, con aspecto de patrones de clase media, celebraron sus dichos. "¡Aquí también se puede ganar plata!", les faltó exclamar. Lo siguiente fue predecible: hablaron a sus anchas en contra de Chávez. Con esa gente era inútil discutir. Podría haberles dicho: "En Barranquilla, el taxista me advirtió que no caminara hacia el oeste de la ciudad; era peligroso". Pero no se habrían enterado.
Vi serios a los colombianos, aunque siguen enfiestados como consuelo. No hablaban de nada, ¡nunca hacían la menor crítica! Era como una mala costumbre adquirida a la fuerza. ¿O sólo eran apariencias? La Colombia real subsiste en la miseria y la separación racial no es un invento: los negros viven sin dinero y los mestizos reciben lo mínimo, justo para sobrevivir. El acoso en las playas es fuerte: rondan mujeres masajistas, artesanos, dueños de "carpas" ("sus pertenencias sólo estarán seguras aquí dentro"). También hay vendedores de mariscos que invitan a probar gratis una ostra y después la cobran a precio de oro. "No acepten nada", es la advertencia de conserjes y guías. Pero si el turista va más allá de Bocagrande, el barrio de los hoteles, se enfrenta a los hechos: ya nadie recuerda la libertad.
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