Ingrid se autoproclama “la única gallera chilena”. Tiene 21 años y es guapa y dura como sus animales. Mientras los entrena les advierte a sus gallos que el que no guapea, se va a la cazuela. Los defensores de los animales la deben considerar un monstruo. Ella no está ni ahí. Su filosofía es simple: todos los animales terminan en una olla. Pero los suyos tuvieron la oportunidad de ser héroes.
Por Alejandra Delgado y Guido Flores Santander
Los gallos siempre la picotean. Ingrid tiene manos y piernas rasguñadas. Moreteadas. Son gallos de pelea, nacieron para agredir. Y el que puede llegar a ser un campeón se le nota desde que es un polluelo. Por eso Ingrid aguanta. Los entrena, los alimenta, los quiere ver ganar en el ruedo.
Uno de ellos se veía triunfador. Era un colorado machetón, lindo. Pero maletero. Un día en que Ingrid le estaba pelando los tutos, el gallo le dio un zarpazo y le dejó la cara sangrando.
-¡Cagaste gallo maricón!, le anunció.
Segundos después, el cogote del animal estaba retorcido entre las manos de Ingrid.
-¿Te imaginai me hubiera tirado la garra en un ojo?, pregunta como si estuviera tuerta. -Nooo... ¡El desgraciado tenía que morir!
Los gallos de Ingrid escuchan cada día su ronca voz que le advierte durante los entrenamientos: “¡Aquí, la que manda soy yo!”
Trata de quererlos a todos por igual. Pero el que no le cae en gracia corre la suerte de ir a parar a la olla.
-¡Pa’ la cazuela!- dice cada vez que un gallo es malo para pelear. Ingrid lo sabe porque el animal “pasa en el suelo. Tira patadas y se cae. ¡Malo!”.
Por eso, como en el amor, Ingrid practica eso de no encariñarse con ninguno. La última vez que lo hizo, lo pasó mal. Era un gallo ancho, de cresta grande. Tenía diez peleas en el cuerpo, todas ganadas. El año pasado la había hecho ganar el campeonato en Santiago con la “polla” -la pelea más rápida-. 40 segundos. Una joyita. Murió degollado en la pelea 11. Terrible.
-A ese no lo regalamos, tampoco lo comimos. A ese lo enterramos- revive con pesar.
Ingrid, la única gallera chilena -como se autoproclama- tiene 21 años y además de brava es atractiva. Su padre, Pedro Hernández es uno de los más importantes criadores de gallos de pelea que existe en Pocochay (V Región). Cuando Ingrid tenía 13 le dijo que tenía que ayudarlo. Hernández cojea, le cuesta. Y como el primogénito de la familia se botó al carrete y las mujeres, a Ingrid no le quedó más remedio que aceptar. Pero a regañadientes. Odiaba tener que darles agua y comida “¡todos los días!” a esos animales. Refunfuñaba.
-Después fui cachando que los gallos eran bacanes. Cuando los vi pelear ¡Ahh!... ¡Ahí ya me entusiasmé!. Y cuando ganan la satisfacción es única. Uno dice:¡Chucha! No fue en vano todo lo que hice.
Y no es poco decir.
GALLO “MAMÓN”
En la actualidad su rutina comienza a las ocho de la mañana. Agua y comida para los 180 gallos que tiene en su patio. Entonces viene el entrenamiento: Ingrid aletea a sus gallos por 10 minutos. Los corretea de allá y para acá. “pa’ que boten la grasa y estén lindos. Duritos. ¡Pura fibra no más!”.
Luego los torea con un poncho especial de color plomo. Instala a un gallo que sirve solamente pa’ hacer pelear al otro. Con el poncho lo aviva, lo domina, lo da vuelta, hace que corra, que estire las patas sueltas. Pero sin echar pico como le llaman en el deporte gallístico a la acción del gallo cuando le agarra las plumas a su contrincante antes de soltar la patada.
-Si echa pico pierde tiempo y la idea es que se adelante, explica con una voz ronca.
Agrega: “Hay gallos que son mamones, que toman solamente la cabeza y recién tiran las patas. Esos huevones no sirven. A esos los matan en breve. Pa’ eso sirve el poncho, pa’ ayudarlo a que no sea mamón”.
Usar el poncho no es cualquier maniobra. Cada entrenador tiene su secreto. Y pocos lo comparten. Pero Ingrid va a los campeonatos, utiliza sus encantos y conversa con los preparadores a ver si le sueltan alguno de sus misterios.
-Les trato de sacar información: qué vitaminas, cual entrenamiento, qué comida. Y sobre todo trata de cachar que onda con el poncho. Aunque me carga, me tengo que hacer la linda. Son poco lachos los viejos, pero no importa...
Claro, no falta el curado que se le tira. “Pero los paro en seco”, dice. “Nunca les echo un garabato, pero sin ningún respeto, les echo la foca”.
Ingrid se esfuerza por que sus gallos de peleas ganen antes de los 30 segundos, pero ninguno le ha salido tan bueno.
-Lo que ganan rápido son de Puerto Rico y cuesta mucho conseguírselos. En todo caso tiene sus debilidades porque pasando los cinco minutos ese gallo no da ni una, es un chicle parado. En cambio el chileno es aperrado.
La preparación física culmina con una buena pelea entre sus gallos. Esta vez sin cachos de plásticos que son los que les colocan en las patas. Entonces puede observar su estilo.”Que no se caiga, que vuelva al tiro. Y si se arranca... ya saben: ¡Pa’ la cazuela!”
Tipín dos y media de la tarde Ingrid hace un break y almuerza junto a su madre. Rubí, la novela de la tarde, “La del Mega”, la refresca un rato la mente.
De ahí, a pelarle los tutos a los gallos para que no se “corten”- se cansen-.
La idea es que queden impecables. Listos para pelear.
DIA DE PELEA
Dos de la tarde en Quillota. Sol. Demasiado sol. Un camino de tierra conduce al coliseo gallístico del Boco, un sector ubicado en la Quebrada del Ají donde cada domingo la “Agrupación de criadores de aves finas Camilo Enrique Vicencio” se reúne para ver a sus pupilos vencer en el ruedo. Desde la entrada se puede escuchar el canto de cientos de gallos de pelea. En medio de verdes colinas, los miembros de la agrupación edificaron un recinto de madera que se asemeja a la sede de una junta de vecinos. Adentro, el ruedo. El círculo donde se enfrentan los gallos. Ha sido pintado de rojo, “para que no se vea la sangre que salpica”, como comenta un aficionado al deporte gallístico. Al rededor hay butacas de plástico y tras ellas, galerías de madera. Todo muy sencillo. Muy familiar.
Ingrid llega en un furgón blanco marca Susuki que se quedó sin radio la última noche en que salió a carretear junto a su amiga del alma. Se la robaron.
-Chita que estai grande Ingrid, le dice un gallero porque la ve manejando.
Ella ejecuta una mueca de hastío. Siempre los mismos comentarios. Murmulla unos garabatos mientras baja a sus gallos del furgón.
En un rústico galpón que precede al ruedo una mujer teje a crochet concentrada. A su lado un niño colorín levanta en brazos a su pequeño hermano esperando ansioso que comience la primera riña. Afiches de los distintos campeonatos, tipos de gallos, normativas llamando al fair play entre los entrenadores adornan las paredes del local. Un poco más allá, un corredor muestra una hilera de habitaciones de madera. Son los gallineros, una suerte de camarín donde se preparan a las aves antes de salir al coliseo. Allí está Ingrid junto a su padre y los cuatro gallos que trajo para esta jornada.
Suena la campanilla anunciando el inicio de la jornada gallera. De pronto entra en escena “Miguel Ángel”, un gallo de catálogo: plumas rubias sobre el lomo, mezcladas con otras de azul intenso, cuatro kilos quince de peso. Todo un campeón.“Este hace maravillas con las patas”, asegura su dueño mientras le masajea las piernas rojas y le rocía un fuerte líquido con spray.
Poco después aparece “Regalo”, un gallo negro, mismo peso, misma estampa. Con suavidad, sus dueños lanzan a las aves al centro del ruedo “para que tiren las patas, para que se calienten”. Antes de tocar el maicillo del reñidero se picotean. Se miran con furia. Despliegan sus alas con fuste. Comienza el embate. El público arenga a sus favoritos.
-¡Eche pico mijito!
-¡Busque gallo!
-¡Uno más y lo tiene!
Suenan los aleteos. Se suceden los zarpazos. Vuelan plumas. Miguel Angel y Regalo se enredan. Aguantan los estoques. La sangre aflora por amplios tajos en la piel.
-Cacho, grita uno. Su gallo rompió el cacho y tiene que cambiarlo.
Hecha la operación, los animales vuelven al ruedo. Un cronómetro electrónico instalado en uno de los mástiles de álamo que sostiene la estructura del sencillo coliseo reanuda el compás del combate.
-¡Pelea de frente, mijo!
-¡No se dé vuelta!
-¡Qué está haciendo!
“Aquí los que gritan es porque van perdidos”, susurra alguien.
No se equivoca. El reloj marca los doce minutos reglamentarios y la pelea termina sin ganadores. Tabla, le llaman. Nadie celebra. Los gallos malheridos pasan directo a la “UCI”, como llaman en el circuito a la improvisada enfermería.
-¿Perdió el ojo?, pregunta alguien.
-No, es sólo un derrame, con una semana a oscuras se arregla todo, le contestan.
INGRID ENTRA AL RUEDO
Le toca el turno al gallo de Ingrid. Es un colorao machetón. No tiene nombre propio. Ingrid así lo prefiere. Dice que de ese modo no se encariña. A ella le gusta su pasión, su bravura. La fineza con que pelean.
-Se están muriendo, pero ellos siguen ahí parados, fuertes-, dice.
Los hombres del ruedo la molestan.
-Gallo maricón, gritan.
Ella eleva el mentón, sigue como si nada.
Su gallo alarga el gollete haciendo chispear su cresta, sacude el buche y lanza virulentos picotazos. Su rival le devuelve con furia. Se agarran las plumas. El de ingrid tira al otro sobre el maicillo. El contrincante se levanta rápido y manda un barajo. Otro. El gallo de Ingrid rompe el cacho. Ella, altiva, entra al ruedo. Acaricia las alas de su animal, le soba la rabadilla, endereza su pescuezo. Cambia el cacho.
-¿Como te quedó el gallo? la molestan.
Ingrid los ignora, pero su papá no. Y se lanza sobre el bocón tirándole un manotazo.
-No se rebaje a pelear con ese mugriento- le implora al padre.
La pelea sigue ahora afuera del ruedo. Hay que separarlos. El árbitro recuerda que aquí los que pelean son los gallos, no los hombres. Que este es un deporte de caballeros.
Ingrid se reacomoda. Su figura cruza el recinto menuda, frágil, incluso altanera. Sigue alentando a su gallo.
-¡Búsquele, búsquele mijo! ¡Pelee de frente!, ¡dese vuelta pues!
-Ahora si que lo despacha, dice uno.
No se equivoca.
Dos minutos, cinco segundos y el contrincante cae degollado. Ingrid vuelve a entrar al ruedo para recoger a su animal victorioso. Mira con saña y se pregunta si acaso el gallo que ha perdido será como su dueño.
Puede ser.
Ella se queda un segundo en el centro del ruedo disfrutando el placer. Su gallo acaba de matar al otro. Desplegó sus alas y cantó, tal como a ella le gusta. Ni se fija que tiene las manos llenas de sangre.
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