(iván quezada)
Apenas recuerdo el rostro moreno del muchacho.
Lo visitábamos con un primo para preguntarle
de un computador
(nosotros éramos niños).
Quizás lo importunamos, y si bien habló con el placer
de quien come mandarinas,
sólo permanece en mi memoria la imagen de sus zapatos.
No los que llevaba puestos, sino otros
que en su habitación ocupaban un pedestal imaginario.
Sólo fue un segundo, antes de que los ocultara
bajo una sábana... ¡como si fueran un pecado!
Eran lustrosos, y ya que estaban a la altura de sus ojos,
supuse que llevaba horas contemplándolos.
Por eso y nada más sentí envidia.
No por los zapatos, que algún día estarían ajados
como ahora mis palabras o mis esperanzas.
Fue por su mirada retraída, la reserva de su triunfo.
Todavía no conozco una eternidad más dulce.
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