26.9.07
se fini
llegué igual que la primera vez que lo vi. ataviada de colores, cargando una cajita llena de cogollos. fumamos hierba como entonces. ahora, sin embargo, ya nos conocíamos tanto. quizás demasiado. cada uno en su rumbo. le pregunté cómo se tomaba la pérdida. algunas veces llorando, otras meditando, me dijo. también miraba fotografías nuestras. pensando en acortar su agonía, pero al final la pena le llegaba más hondo. eso fue lo que él dijo. se me ocurrió entonces hacer un diaporama con nuestra historia fotográfica. lanzar pantallazos y mirar los retazos de un amor extraño, pero intenso. pensé que era una buena manera de seguir despidiéndose. entonces un rayo de sol atravesó mis cabellos y él se quedó mirando. antes de partir, nos quedamos quietos en un beso mudo. sin tristeza ni melancolía.
21.9.07
Paul Auster en el cultural.es
Paul Auster
“El cine es una extensión de mi trabajo como escritor”
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Paul Auster. Foto: Antonio Moreno |
El Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2006 abre nuestras páginas sobre el Festival de San Sebastián. Auster no sólo es el presidente del Jurado, también presentará La vida interior de Martin Frost, su segundo filme. Además, hacemos un repaso a la Sección Oficial, con una presencia destacada de cine estadounidense y asiático. También reunimos a Icíar Bollaín y Gracia Querejeta, representantes españolas a concurso, y analizamos Promesas del este, de David Cronenberg, filme que inaugura esta edición del certamen.
El mundo de Paul Auster no es sencillo. Está repleto de distintos compartimentos que, como en un juego de espejos interminable, se van reflejando los unos a otros, creando una ilusión de realidad. Veamos su doble condición en el próximo Festival de San Sebastián, donde será al mismo tiempo presidente del Jurado y objeto de la mirada de los críticos al presentar La vida interior de Martin Frost, su segunda película tras Lulu on the Bridge (1998), la cuarta si contamos sus guiones para Smoke (1995) y Blue in the Face (1995), de gran resonancia. Pero el Auster cineasta no se mirará en el espejo para encontrarse con el Auster juez, un desdoblamiento que le pega mucho a su universo, ya que se presenta en Sección Oficial pero fuera de concurso (como es lógico).
No hace falta tener una bola de cristal para adivinar que Martin Frost provocará una agria división de opiniones. Es de esas películas que odian o se aman: poética, rarísima, muy arty y algo pretenciosa. Supone una nueva vuelta de tuerca en el universo austeriano, cada día más endogámico.
Así, Martin Frost es el título de uno de los filmes postreros de Hector Mann, uno de los personajes de El libro de las ilusiones, un cineasta recluido en un rancho de Nuevo México que hace películas que nadie ve salvo él mismo y unos pocos íntimos (nueva conexión, en La vida interior de Martin Frost el protagonista homónimo repite un razonamiento de Mann casi palabra por palabra: “Si un árbol cae en el bosque y no hace ruido, es como si no se hubiera caído”). De hecho, la última novela de Auster (Viaje por el escriptorium, íntimamente relacionada con este Martin Frost en sus obsesiones) también era uno de los filmes ignotos de Hector Mann. Parece que el juego metaliterario de Auster (quien presenta síntomas de haberse quedado encerrado en su mundo y no querer salir de él) no tiene fin, aunque él asegura que la cadena que une El libro de las ilusiones con la película se detiene en ésta. Una posibilidad sería creer lo que está diciendo, aunque no sería nada sorprendente que en breve leamos, por ejemplo, ese relato que el escritor protagonista (interpretado por David Thewlis) quema en la chimenea para resucitar a su musa, Irène Jacob, una mujer espectral cuya existencia depende de la propia mente de su creador (lo cual lleva a la pregunta implícita en todo el filme y buena parte de la obra del propio Auster: ¿Si la realidad no es más que lo que vemos en ella, ya que somos incapaces de percibirla de una forma absolutamente objetiva, dónde está la diferencia entre imaginación y realidad?). Sobre ésta y otras cuestiones, como su relación con el cine o su participación en el Festival de San Sebastián en calidad de presidente del Jurado, habló el escritor con El Cultural.
– ¿Cómo le sienta ser Presidente del Jurado en San Sebastián?
– Es mucha responsabilidad. Es la cuarta vez que estoy en un Jurado (las anteriores fueron Cannes, Venecia y Tokio) pero jamás había sido presidente. Creo que será interesante. Se creará un clima amigable.
– ¿Cuál es su opinión sobre este tipo de competiciones con la consiguiente entrega de premios?
– Por lo general no soy muy amigo de los premios, muchas veces son injustos. Pero en este caso creo que es distinto. El mundo del cine ha cambiado mucho últimamente y ahora la dominación de las películas comerciales de Hollywood es incluso mayor que antes. Por eso, tengo la impresión de que este tipo de certámenes sirven para dar a conocer un cine que es difícil de ver en muchas partes del mundo. E interpreto que el premio servirá para que por lo menos una película lo tenga más fácil que las otras para ser conocida por el gran público.
– ¿Conocía algo del Festival de San Sebastián?
– Estuve en la ciudad a los 18 años y la verdad es que tengo un recuerdo muy vago aunque sí me queda la impresión de la belleza de la ciudad. Acepté la propuesta del Festival sin dudarlo porque conocía su reputación de apostar por el cine de calidad.
– ¿Se considera usted un cinéfilo activo?
– Procuro estar al día, desde luego. Pero reconozco que mis películas favoritas suelen ser antiguas. Me encanta ver una y otra vez mis preferidas porque siempre hay algo nuevo que descubrir. En literatura el ritmo lo marcas tú como lector, y es posible detenerte en una parte que te intriga especialmente. Pero en cine estás sometido a un tempo que te dicta el director, por lo que hay que ver varias veces una película (si es buena, claro) para poder apreciarla al cien por cien. A lo largo de los años hay determinados filmes con los que he establecido una relación de intimidad. Vuelvo a ellos una y otra vez y nunca me canso.
Cine y literatura
– ¿Cuáles son esos filmes?
– La comedia es mi género favorito. Soy un fan absoluto del trabajo de Laurel Hardy, los Hermanos Marx o W. C. Fields. He visto sus películas incontables veces. Aparte de eso, me suele interesar el cine que no es americano. Hay tres filmes que me subyugan y han tenido un efecto fortísimo sobre mí. Uno es Ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica; el otro, Cuentos de Tokio, de Yasujiro Ozu y El mundo según Apu, de Satyajit Ray. Creo que son obras supremas de arte, que alcanzan el mismo nivel de profundidad que el mejor de los libros.
– Quiere decir con esto que las películas difícilmente pueden estar a la altura de la literatura?
– No exactamente. Para empezar, yo me considero sobre todo novelista. El cine es un lenguaje que me gusta probar de vez en cuando, pero mi trabajo es escribir. Dicho esto, sí suelo establecer lazos más profundos con los libros. En primer lugar, por una cuestión puramente temporal. Leer una novela de 600 páginas lleva un tiempo muy superior a ver cualquier película. Imagine eso trasladado a un fime,¿cuánto duraría? ¿20 horas? No creo que haya nadie capaz de aguantar tanto tiempo delante de una pantalla. Yo no, desde luego. Hay más diferencias. Una ya la he apuntado. En un libro puedes sumergirte, leerlo a tu gusto, volver atrás y al principio, hacer con él lo que quieras y dedicarle todo el tiempo que necesitas a la reflexión mientras lo lees. Una película te obliga a estar alerta porque es ella la que viene a ti, no al revés. Para mí, es un placer muy sensual, muy directo, que por otra parte también soy capaz de percibir leyendo. Finalmente, creo que el cine es dramático y la literatura narrativa.
– ¿Tiene la impresión de que el lenguaje de la literatura está más evolucionado que el del cine?
– Por supuesto. La literatura tiene cientos de años de historia y el cine apenas supera los cien. Es lógico que sea de esta manera. Al cine aún le queda mucho por andar, mucho por descubrir. Es un arte nuevo.
– ¿De qué forma concibe su faceta como director de cine?
– Hay veces que se me ocurren historias que tengo la impresión que se adecuan mejor al lenguaje de las imágenes en movimiento. Cuando hice Lulu on the Bridge, tuve claro desde el primer momento que tenía que ser un filme. Lo mismo me sucedió con Smoke o con esta última. Simplemente siento que debe ser así. Una pista es que son relatos cortos, que si se convirtieran en un libro apenas superarían las 50 páginas.
– ¿Cree que sus filmes y sus novelas deben ser considerados como cosas separadas?
– No. El cine es una extensión de mi trabajo como escritor. Y es una faceta con la que disfruto muchísimo. Entre otras cosas porque mi ocupación habitual es muy solitaria. Me encanta el ambiente del rodaje, la camaradería que al final se crea, trabajar con los actores, estar rodeado de personas. Esa parte de trabajo en equipo es quizá la que más echo de menos cuando escribo.
– ¿Sigue el mismo proceso creativo para un filme que para una novela?
– En absoluto. Pones en marcha distintas partes del cerebro. Una película es mucho más operística, hay poco tiempo para sutilidades. Los gestos son grandilocuentes. No puedes entretenerte con los detalles. Funciona como una pieza de ficción en la que todo necesita ser visto. Por eso decía que utilizas otra parte de tu cerebro, porque una funciona con palabras y la otra con imágenes. Para mis libros, suelo mirar adentro, no tiene que ver con la vista sino con mi intimidad. Lo cual no quita que siga siendo mi cerebro y que ambas cosas tienen mis huellas dactilares por todas partes. Algunas veces, además, tengo la impresión de que ambas dimensiones se superponen de una forma extraña, creando un híbrido que está a medio camino pero que siempre pertenece al mundo que he creado como artista.
La frontera de la realidad
– En este sentido, ...Martin Frost es una de las películas que Hector Mann, personaje de El libro de las ilusiones, realizó en el anonimato. Allí se cruzan cine y literatura.
– El filme trata el mismo asunto ya que es una historia sobre un hombre que escribe una historia que a su vez es la película que estamos viendo, en la que él mismo es uno de los personajes. Me interesa llegar a ese punto en el que la realidad y la imaginación se confunden, en el que los lenguajes se imbrican. Es el asunto que más me interesa tratar ahora mismo. Sin duda, estoy trabajando para investigar y profundizar en esta cuestión.
– ¿Cree que hay alguna diferencia entre realidad e imaginación?
– La imaginación, tanto como impulso autoinducido por uno mismo como sumergiéndote en una obra de ficción (y eso es lo que prefiero de la literatura, que me permite imaginar con más facilidad) te lleva a otros mundos. La cuestión surge cuando, muchas veces, esos mundos te parecen más reales que la propia realidad. Vivimos en una realidad física, pero el cerebro puede inventar las cosas, los pensamientos mismos son parte de esa realidad. Hay un elemento fantástico en cualquier vida cotidiana, pero tiene que ver exclusivamente con nuestra propia cabeza. Sucede que uno no sabe realmente en cuál de esas dimensiones está viviendo, dónde está la frontera.
– Siempre ha habido algo mágico en su forma de tratar la casualidad, cuando pone en relación hechos que desde un punto de vista racional no tienen nada que ver. ¿Es éste un nuevo paso en el terreno de lo mágico, lo misterioso?
– Probablemente, sí.
– ¿Da por terminado ese juego de espejos iniciado en El libro de las ilusiones?
– Sí (se ríe). Yo creo que ya he llegado suficientemente lejos.
– Ese terreno de incertidumbre que quiere retratar se corresponde con el propio espacio físico en el que transcurre la película, rodada en Portugal pero ambientada en un lugar indefinido de Estados Unidos. ¿Por eso la rodó en Europa?
– Por una parte, hubo un problema financiero. En mi país nadie quería producir el guión. Todo el mundo me decía que quizá una vez vista les encantaría distribuirla pero les parecía demasiado rara. Así que tuve que buscar en Europa, donde encontré la ayuda del productor portugués Paulo Branco, que es un viejo amigo y me propuso rodar en su país. Pero luego me di cuenta de que era una circunstancia que no me desagradaba en absoluto. Yo imaginé que la historia pasaba en el norte de California y cambié algunas cosas para no alejarme demasiado de la realidad estadounidense, como las bolsas de papel del supermercado. Pero me gustaba esa condición de espacio imaginario. En realidad, es una historia que podría suceder en cualquier parte.
Una película “de encargo”
– En El libro de las ilusiones el protagonista, David, dice que el cine mudo es más “puro” en cuanto que no necesita palabras para explicarse. En ...Martin Frost sí hay diálogos pero se nota un esfuerzo por explicar la historia con imágenes.
– Cuando hago una película, lo que más me excita es esa parte visual. De muy joven estuve a punto de entrar en la escuela de cine y me sentía impulsado por esa fascinación por la imagen. En este caso, fue fundamental el trabajo con el director de fotografía (Christophe Beaucarne). Le pedí que se inspirara en los cuadros de Edward Hopper, que hiciera que éstos tuvieran vida. Cuando pienso en la estética de mis películas, mis referencias siempre tienen que ver con la pintura. Me fijé también en el estilo pictórico de Francia en el siglo XVIII. Hay algunos planos muy extraños. En algunas escenas hay sombras flotando en el espacio. También he utilizado la animación por primera vez.
– Lo curioso del asunto es que ...Martin Frost es anterior a El libro de las ilusiones.
– Fue un encargo que me hicieron unos productores alemanes. Me pidieron que hiciera un guión para una pieza de 40 minutos y en el último momento yo mismo no firmé el contrato advertido por mi amigo Hal Hartley, quien me avisó de que no eran gente seria. También me pesó que una vez que comencé a escribir me di cuenta de que daba para una historia más larga.
– Una de las protagonistas es su propia hija Sophie. ¿Cómo fue trabajar con ella?
– Es una mujer increíble, con una voz maravillosa. Me gustó que supiera escuchar, que hiciera caso a mis órdenes.
SARDÁ, Juan
14.9.07
Michel Polnareff:
El muñeco que dijo no
Uno de los personajes que me tenían más tirria en mis años mozos de radio era, ni más ni menos, que el mismísimo director de la emisora. Sus burlas e ironías fáciles acerca de la música que me gustaba, llegaban casi siempre al muladar de la sorna barata, comentando, por ejemplo, lo maricones que debían ser los Beatles y ¡cómo no¡ lo afeminado y sarasa que resultó un tal Michel Polnareff. Aprovecho la ocasión para agradecerle públicamente sus denuestos y chacotas de saldo, mientras entorno la mirada y recuerdo el momento en el que Fernando Salaverri, a la sazón encargado del Departamento de Promoción de discos Hispavox, me obsequió con un extended play en el que figuraba como canción estrella el tema titulado “La poupée qui fait non”, que a su vez me traía a la memoria a una tetuda amiga francesa, a la que nunca me pude llevar al catre, pese a haber desplegado con ella todos mis encantos. No bastaron.
Misterioso entre los misteriosos, Michel Polnareff jamás figuró, para quien firma estas líneas, entre los alegres e infantiles copains musicales de la vecina Francia, distanciándose de forma inteligente de personajes banales de los años sesenta (Richard Anthony, Sheila, Les Surf, Marie Laforet, etc.), tal vez por ser un extraordinario pianista formado en los colegios y academias más exigentes de la Ciudad de la Luz, tal vez porque su condición de homosexual militante, le hacían retraído y tímido en extremo, hasta tal punto que las negativas acostumbraban a salir de su boca, con la misma facilidad con la que componía. Su primer no fue a la revista Salut les Copains que le propuso una “entrevista íntima”, en la que ya se adivinaba el amarillismo que la distinguió durante décadas.
Hoy, sin embargo y a su pesar, Michel forma parte de las leyendas vivas de aquellos llamados ye-yés, incluso para quienes jamás le apoyaron; un personaje valiente y orgulloso de su condición gay, capaz de encerrarse en la habitación de un hotel durante dos meses para componer sus bellísimas obras, o de huir a California harto de la incomprensión de sus paisanos. Polnareff es un artista “aparte” en la escena musical francesa, un grandísimo compositor que ha sabido sobreponerse a toda clase de obstáculos en su carrera hacia la fama, para entregarnos una serie de canciones inolvidables, algunas de las cuales han merecido la atención de determinadas estrellas del rock en los últimos años del siglo XX. Un honor, al parecer reservado a determinados autores del orbe anglosajón, que no obstante han merecido creadores galos como él, Jacques Brel y Serge Gaingsbourg; cosa que ningún grupo o solista español han conseguido hasta hoy.
Nacido en Nérac, en el departamento del Lot-et-Garonne, el 3 de julio de 1944, y una vez terminada la II Guerra Mundial, la familia regresa en París. Su padre, Leib Polnareff, era un notorio músico que actuaba bajo el seudónimo de Léo Poll, colaborando, entre otras cosas, para estrellas de la magnitud de Edith Piaf. Su madre, Simone Lane, una antigua bailarina de origen bretón, ejerció igualmente una gran influencia en la decisión del joven Polnareff, que fue educado en una atmósfera donde la música era la más mimada de las artes. A partir de los cinco años tocaba el piano como un pequeño Mozart, y muy rápidamente, se convertía en un brillante instrumentista. A los once, el niño se descuelga con el primer premio de solfeo en el Conservatorio de París.
Cuando cumple diecinueve, después de terminar el bachillerato, se ve obligado a servir a la patria en el servicio militar, periodo durante el que se ocupa de dirigir la banda del cuartel. Pero, a partir de 1964, prefiere instalarse sobre las empedradas colinas del Montmartre parisino, con una guitarra al hombro y su voz de contralto. Pasa entonces algunos meses ensayando en la calle, por cierto con éxito, hasta que en 1965, obtiene el trofeo de la revista Disco Revue al mejor autor, patrocinado por el club Locomotive, que era en aquella época como el Rock-Ola madrileño de los ochenta. El premio es un contrato en Barclay, famosa casa de discos parisiense, pero Polnareff, que ya navega a contracorriente, rechaza el galardón para acudir a Lucien Morisse, dueño de la estación de radio Europe-1, que le hace firmar bajo los auspicios del sello AZ.
Por aquel entonces, Michel era ya un personaje muy interesado por los últimos hallazgos tecnológicos, así que en cuanto tuvo oportunidad se fue a grabar a Londres, ciudad donde los estudios y los ingenieros de sonido parecían mejores que en el resto de Europa. Como muestra de su tozudez y ánimo, el chaval logra incluso la hazaña de contar como invitado especial de su primer disco al guitarrista de Led Zepelín, Jimmy Page. El 26 de mayo de 1966, “La Muñeca que decía no” obtiene un triunfo sin precedentes, éxito que palidece ante el clamo que levanta el siguiente EP, “Love me please love me”, cuya introducción al piano preludia un contenido mágico para una melodía romántica hasta la extenuación. A partir de ese momento, los éxitos fueron poblando sus vitrinas, como el Premio de la Crítica Francesa, la Rosa de Oro de Antibes, editando sin prisa pero sin pausa, canciones de enorme calidad como “Holidays”, “Sous quelle etoile suis-je né?”, “Le Roi des fourmis”, “Ame câline”, “L`Amour avec toi” (que provocó un escándalo mayúsculo en la pacata Francia de los setenta) al lado de otras menos sugerentes. El reto que algunas de sus obras suponía para el establishment, era tal que el joven Polnareff comienza a sentirse juzgado, vilipendiado y, lo que es peor, despreciado por su condición sexual.
En su “Lettre a France”, editada en 1977, dejó bien claro que su huída a California, que ha durado casi treinta años, no era un capricho de loca. Aquel glorioso affiche enseñando orgulloso su culo al personal, mientras sonaba “Suis un homme”, fue la cota que colmó el vaso (por cierto, Elton John tendría mucho que decir acerca de quién le inspiró a la hora de llevar gafas excéntricas, cabelleras postizas o zapatos de fantasía), aunque fue el suicidio de Morisse, en 1970 el detonante de su depresión más aguda, aunque le sobran energías para seguir componiendo, o dando soberbios espectáculos como el que en 1972, bajo el título de Polnarévolution, alucinó a media Francia, que también se pasmaba ante el proceso judicial seguido contra el valiente autor por “atentado contra el pudor”.
Sería pues en California donde Michel encontrara el sosiego, cierta paz y el cuasi anonimato que tanto añoraba, Su estancia en los EEUU le permite lanzar varios discos en inglés, sin el resultado apetecido, por lo que con cierta regularidad regresaría a la vieja Europa para emprender pequeñas giras en las que reencontrarse con su gente. La recompensa a ese silencio en los medios masivos la fue recogiendo con el reconocimiento y el aplauso de personalidades y bandas como Pulp, Blaine Reininger (que en Bruselas, en 1983, me hablaba entusiasmado de Polnareff), Marc Almond, Peter Hamill, The Residents, Nick Cave, etc., que plasmaron su particular homenaje grabando algunas de sus creaciones, más tarde recopiladas en el CD Tribute to Polnareff (hay dos CDs diferentes en que coindicen algunos temas), en el que hay versiones para todos los gustos.
Me alegra mucho saber que en el mes de Marzo de este 2007, el muñeco que supo decir no, emprendió una larga gira por su Francia natal, demostrando su enorme generosidad, su falta de rencor y su vigencia. En mi discoteca privada, Polnareff es imprescindible.
12.9.07
el tiempo
dominga quiere vivir hasta los 99. está pronta a a cumplir 40 y los huesos, el asma, el polen, las muelas, todo es un algo en su hipocondría. ella responde: "sin importar a qué corresponda es un HECHO que me enfermo y como tal debo andar con cuidado".
quiere ser viejita y le teme al paso del tiempo. cuando tenía 13 lloró sin consuelo durante un día entero. su madre, preocupada, le preguntó que mierda le pasaba. me da miedo el tiempo, dijo ella sin asma aún. la enfermedad no es lo que la aproblema. slo el paso del tiempo y su fugacidad.
10.9.07
Santiago
La tarde estaba radioactiva. El sol naranjo al final del Mapocho. El Mapocho con su olor a alcantarilla. Un chico y su tolueno. Un sillón verde a la orilla del río. Las palomas comiendo la carroña que llega desde el oriente. Esa fue la postal de Santiago en domingo. Viajó desde el mar para echarle una miradita a su ciudad natal como si fuera encontrar el valle de Valdivia. No, Santiago es oscuro y triste. Aunque la gente se ríe, come, compra, bebe; su tufo permanece. En el parque forestal se apila gente para vender sus cachivaches: discos piratas, ropa usada, una polera de Betty Boop a siete lucas como si fuera de oro, bombones de chocolates integrales, hamburguesas integrales, carteras, zapatos raros, bolsos, pañuelos y más. La noche anterior vio travestis golpeados por estacionadores empastados. Travestis tan desnudos y el frío con ellos. Todo en un barrio muy fino. Quizás lo mejor de su visita a la capital fue su encuentro casual con Raúl Alvarez Vásquez. Fotógrafo artista, según reza en la tarjeta de presentación que le entregó. Expone "Imagenes para recordar" en el Museo Nacional de Bellas Artes. En la Sala Chile, las paredes están pintadas de negro y sus fotografías análogas digitalizadas cuelgan muy dignas. Hasta 1968 Alvarez registró paisajes chilenos, rostros sesenteros conocidos. Fue el primer gráfico de revista Paula. Dice que después de eso se sumergió en una vida alejada del arte. Hace dos años retomó el asunto. El autor de Imagenes para recordar le contó que había viajado con Teillier en ese barco en el que el se ve tan concentrado leyendo un libro, pero donde no se ve lo deprimido que estaba. Le dijo también que ese Tomás Daskam tan vigorosamente joven era tan escurridizo al lente que aquella foto vale oro. Alvarez es el prooio presentador de su obra en el salón que enseña sus fotos. La de Violeta cantando en la peña de los Parra, hará historia algún día, señala. Claro, está cantando "Gracias a la Vida" y dos días más tarde murió. Fotógrafo y la visitante acordaron reunirse en Valparaíso. Se espera que así sea porque el hombre es un patrimonio.
¿Qué hace que Santiago esté siempre en construcción?. ¿Alguna vez se terminará de hacer la ciudad? A pesar de todo, a Dominga Robles, la anfitriona, le parece un lugar bello, chileno y bello. Será la costumbre. La rutina.