24.10.08

J. E. Bello

La Catástrofe

Vivimos en medio de toda clase de fraudes y el negociado inescrupuloso nos acecha por todas partes. Hasta en el afán enfermizo de los politiqueros por surgir una y otra vez se adivina el imperioso afán de lucrar.

Por Joaquín Edwards Bello (1887-1968)

31 de enero de 1925

Es muy posible que en estas catástrofes de la ciudad, tan frecuentes, podríamos encontrar la clave de las catástrofes nacionales. Tanto crimen impune, tanta inmoralidad y falta de justicia produce a la larga un efecto desastroso, carcomiendo la base misma del país.

Hemos vivido en un largo régimen de injusticia, de sobornos judiciales y de compadrazgos. Ahora empezamos a pagar la falta. Nosotros estamos convencidos de que la carencia general de autoridad es la causante inmediata del derrumbe político que venimos experimentando. Nos hemos acostumbrado a vivir sin justicia, lo cual es imposible. El Código de Procedimiento Penal, especie de Celestina criolla, es un gran culpable, pero no ha llegado el momento para nosotros de examinar este punto.

Chile es el país de la impunidad, de los crímenes por obra y gracia de lo desconocido y de los criminales bajo fianza.

Le Journal de París, hablando de Chile, decía: ce pays de banquiers vereux. En Liverpool está señalada como especialmente dudosa la mercadería que proviene de Valparaíso.

Aquí vivimos en medio de toda clase de fraudes y el negociado inescrupuloso nos acecha por todas partes. Todo se hace a base de negocio y hasta en el afán enfermizo de los politiqueros por surgir una y otra vez se adivina el imperioso afán de lucrar. Al público se le estafa desde el desayuno, porque la leche que bebe tiene un tanto de agua y el café un tanto de achicoria. En el fardo de pasto encontramos un adobe y en un barril de miel un adoquín. ¡Qué de raro tiene que en un edificio se encuentre arena en vez de cemento roca!

A un caballero extranjero le descubren una estafa de trescientos mil pesos al fisco y al público, en la forma de un contrabando de artículos de moda. En Francia estos delitos en las mismas condiciones, es decir, cometidos por un extranjero, le costarían la expropiación judicial de parte de su negocio y la expulsión a la frontera en veinticuatro horas. Estamos seguros de que aquí no pasará nada.

Nunca se descubre a los autores de las catástrofes. ¿Quién fue el culpable? Nadie, don Nadie, ese personaje fabuloso a quien dio un banquete Ramón Gómez de la Serna.

-¿Quién ha sido?
-Do, re, mi, fa, sol, la, si, do.

Nadie ha hecho nada en este bendito país que tiene una rica fruta, un mar admirable y unos parrones donde tocan la guitarra unas mujeres encantadoras de ojazos negros, amén de la cordillera al fondo.

-¿Quién incendió la casa?
-Don Nadie.

-¿Quién descuartizó a la señora?
-Don Nadie.

-¿Quién construyó la casa de arena?
-Don Nadie.

En la casa que se incendia, los bomberos encuentran tarros de parafina con mechitas listas, pero todo el mundo sale en libertad. En la casa que se cae encuentran un enrocado de papel potable y unos ladrillos de cartón, pero nadie tiene la culpa.
Un español de la calle San Diego tenía un baratillo y decía:

-Yo no vendo: les regalo los trapos a las pololas y después incendio para cobrar la plata.
En Chile hay más incendios que en toda Europa junta, por eso hay un material de bombas número uno.
Si hubiera aquí un verdadero gobierno revolucionario, amarraría a los culpables de la tragedia de la calle San Pablo en esos alambres torcidos de telaraña donde gimen los moribundos. Así hubiera hecho Portales, así Iván el Terrible, así Pedro el

Cruel, así Trotsky, así...

Hay que matar a don Nadie.

El tribunal revolucionario de Grecia fusiló a los ministros que llevaron al desastre de Esmirna porque vendieron municiones de palo y cañones de cartón.

Hay que matar de una vez a don Nadie.

En el trópico sobran las revoluciones, pero aquí, en este país tan sereno y frío, hace falta una en este sentido. No una revolución total, entre hermanos divididos. ¡Eso nunca! Pero una revolución de costumbres que nos encauce por el terreno de la justicia, aunque su héroe se llame otra vez don Diego Portales. Ya no es cuestión de politiquería.

(fuente: revista Que Pasa)



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