30.9.09
28.9.09
25.9.09
24.9.09
18.9.09
1+1
17.9.09
Pedrito el tigre
14.9.09
M.C.V.I
Un Mini Cupper Verde Inglés
Por Che Mbaé
Al segundo día de mi llegada a Galicia, aun cansado de mi viaje y sin poder quitarme de encima el horario de Buenos Aires, me llamó por teléfono Pablo, uno mis tantos primos españoles.
Tuve que levantar mi cuerpo de la cama, vestirme dormido y bajar hasta el bar donde me esperaba. Pablo estaba ansioso por conocerme y llevarme a conocer su terruño.
Al verlo no pude distinguir ningún rasgo de mi familia paterna. Es más, vi a un tipo pintón, fachero y carilindo, con una nariz respingada y perfecta. No como el gancho de aguilucho que nos caracteriza. Nosotros, los Gutiérrez, solemos ser simplemente interesantes y una máxima que siempre ha distinguido a mi familia ha sido: “No le pidas peras al olmo”. Pablo era la excepción que siempre creí no existiría.
Nos presentamos, yo bebí un café bien negro y fuerte para despertar del todo y salimos hacia la Plaza Barceló donde estaba su auto estacionado. A la distancia sonó una alarma y tintinearon las luces de un bellísimo Mini Cupper de color verde inglés. Era un auto hermoso, pequeño pero ganador. Y estaba altamente tuneado. Mi primo era alto pistero.
Bajamos hasta la ría y cruzamos el Puente de los Tirantes. Tomamos la otra orilla y fuimos en dirección a Poio. Mientras subíamos por la ruta Pablo me preguntaba si me gustaba Pontevedra, si ya conocía España. Yo le respondía secamente, algo cohibido. A fin de cuentas, fuese mi primo o no, era la primera vez que le veía en mi vida y ante situaciones similares casi nunca sé muy bien cómo reaccionar. Mi primo seguía preguntándome sobre todo y mis respuestas se tornaban peor que las respuestas de un cuestionario de verdadero-falso. Pronto nos callamos.
Pasamos Poio y de ahí en más mi memoria perdió los nombres de los pequeños pueblos por los que atravesábamos. En cierto lugar Pablo se desvió del camino. Quería mostrarme el departamento que había comprado sin que su madre lo supiera. Era una enorme construcción sin terminar, como las tantas que se pueden ver hoy en Galicia. No me causó ninguna impresión, apenas era una estructura de cemento vacía. Pero me alegré por él y lo felicité.
Volvimos a la ruta. Le pregunté hacia dónde iríamos. A San Xenxo, me contestó Pablo. Allí está una de las mejores playas de Pontevedra, y pude comprobar que es cierto. El agua del mar es exageradamente cristalina y desde el mirador se podían ver los tintes que jugaban entre el verde, el gris claro y el azul profundo. Daba pena el tornillo que hacía aquella tarde de Abril. De lo contrario, me hubiera desvestido y me hubiera zambullido en el agua de cabeza.
Pablo me contaba que allí arriba, por toda la costa de San Xenxo, era donde estaba la movida, la diversión. Monstruosas discotecas una al lado de la otra, las cuales abrían sus puertas alrededor de las cuatro de la madrugada, auguraban la prolongación de la fiesta y la felicidad a pura música electrónica. El Paraíso, según mi primo español.
Volvimos a la Plaza Barceló, estacionó el auto y yo creí que mi paseito había terminado. Aun faltaba mucho por conocer, al parecer, y Pablo estaba absolutamente convencido que me llevaría por toda Galicia esa misma noche.
Fuimos a un bar moderno pero con cierto estilo irlandés. Allí estábamos tomando unas cañitas con dos amigas de mi primo, de las cuales no recuerdo sus nombres pero sí recuerdo que eran preciosas. Niñas bonitas de diecisiete o dieciocho años, no más.
Una de ellas nos contó una de sus tantas anécdotas, la cual yo recuerdo de la siguiente manera: La flaca tenía dieciocho años recién cumplidos y aun no había terminado la “prepa”. Al parecer tenía que dar un examen para recibirse, matemáticas, materia en la que siempre falló. La última vez que lo intentó le pasó lo siguiente…
Ella estaba en su departamento supuestamente estudiando cuando de pronto la llama su madre al celular. Ésta le dice que está en el garaje y le pide que baje de inmediato. La piba no entendía nada de nada, pero tomó el ascensor sin pensárselo mucho. Allí abajo estaba su madre y su padre y detrás de ellos un flamante auto nuevo con un cordel de regalo que lo atravesaba de una punta a la otra. Entonces la madre le dijo: “Si mañana apruebas la asignatura, este carro será tuyo”.
La flaquita aun sigue estudiando para dar el examen de matemáticas y el tu-tú fue devuelto a la agencia.
La risa, simplemente, estalló. Yo también reí, debía hacerlo por respeto a los amigos de mi primo Pablo. Pero pensaba: “¿Qué carajo estoy haciendo acá?”. Di cualquier excusa, a Pablo en primer lugar, y me largué de ahí. Realmente estaba cansado del viaje y no tenía ánimos para comprender, todavía, los problemas de otro tipo de sociedad.
11.9.09
Bidente (sic)
Por Jesús Ernesto Parra
"Aquel a quien los dioses quieren destruir,
primero lo vuelven loco." (Eurípides).
No imaginó cuando tomaba el túnel que el peralte de la curva lo lanzaría contra el margen de la autopista. Se acercaba confiado a tomar esa curva, tarareando a labios mudos la canción de la radio, incluso se permitió cambiar de estación cuando una voz que reseñaba productos médicos interrumpió el tema. Embrague, cambio de velocidad, una estación, otra estación, suelta el pedal y mira delante. Busca, busca en el dial y nada encuentra, mira al frente. Mira la curva. Siente que a pesar de estar cerca la puede dominar, pero es tarde. No la tomará nunca. El carro sigue casi de frente contra la defensa y la salta. Continúa su avance por el carril contrario, y a pesar de esa diagonal que parece de horas, inmediatamente está incrustado contra la defensa. La radio ya no suena, y Miguel Amat no se mueve dentro de su pequeño Chevrolet Corsa, ahora hecho trizas. El mismo silencio en el interior del automóvil, se replica como un eco negro en el resto de la autopista, y quizá en toda la ciudad. Por más de cuarenta y cinco minutos ningún automóvil cruzó la Autopista del Este. Durante ese tiempo nadie supo que Miguel Amat estaba inconsciente.
La ambulancia que vino a recogerle tardó doce minutos en llegar. Así como la patrulla policial que arribó al sitio, igual que la ambulancia, en completo silencio. Solo funcionaban las luces de emergencia de ambos coches y cualquiera que los hubiera visto cruzar la avenida pensaría que estaba viendo la escena de una película sin audio. Una de esas películas donde algo terrible está sucediendo y es inevitable un fatal desenlace. Una película donde sin duda las ambulancias y la policía llegan tarde. Una película donde un desconocido –solo nosotros sabemos que su apellido es Amat- estrelló su auto contra unas defensas y ahora estaba inconsciente en su asiento, inmóvil, sin poder ver como los paramédicos y policías se acercaban a él sin hacer ruido, conservando el mutis de la película, como sin querer despertarlo, o peor aun, como si sospecharan que algo muy peligroso está por acontecer.
Lo primero que sorprendió al equipo médico, que atendió a Amat en el hospital aquella noche, fue la inflamación del lóbulo frontal. Luego de hacer una considerable cantidad de radiografías y colocar a la víctima en una cama de la unidad de cuidados intensivos el equipo médico se dedico a deliberar sobre el extraño caso que tenían en sus manos. Cualquier persona que mirara con atención las placas de Amat se asombraría al reconocer en el medio del rostro la mancha que hacían en las placas de Rayos X los dientes incisivos de la víctima, esta vez extrañamente ubicados en la parte superior del rostro. Como producto del golpe los dientes delanteros atravesaron el cráneo de Amat y quedaron incrustados en la parte baja de los senos paranasales. El golpe fue tan poderoso –sospechan los doctores- que produjo una increíble inflamación en el rostro del conductor.
Tardó ocho semanas en bajar la inflamación del rostro. De las facciones elefantiásicas de los primeros días, Amat pasó a recuperar sus habituales líneas. Solo que con una modificación. Una leve modificación de su rostro, en donde ahora en la zona del entrecejo se notaba la presencia de dos pequeños promontorios que delataban la tumba endodérmica de los que alguna vez fueron los dientes incisivos del conductor. Tardó ocho semanas en bajar la inflamación y fueron seis semanas más para despertar del coma. Nadie se dio cuenta que Miquel salió del coma, muy a pesar de que todos pasaban a su lado, y aun habiéndose modificado el patrón de sus signos vitales. Miguel Amat todavía no habría los ojos.
En principio estaba convencido que soñaba. Que esas formas que se movían en un universo de negativo fotográfico, donde las capas de piel, tela, músculo, y tejido adiposo podían ser sustituidas de inmediato por sistemas óseos con plena animación, le hacían sospechar de la verosimilitud de lo que pasaba. Desde hacía horas frente a él se dibujaban pisos habitados, mundos superiores llenos de esqueletos vivos, de tramas secretas de cables, túneles por donde una rata calavérica hacía recorridos varios, y donde a veces podía distinguir -concentrándose hasta el cansancio- alguna fibra de dérmica en aquellos cuadros que se perdían hacia arriba como si fueran cielos vedados a su condición de condenado a ese mundo de esqueletos.
Fue tanta la extenuación que produjeron estas visiones infernales que Amat se sintió presa de una aplanadora somnolencia. Pero ¿se puede sentir sueño dentro de un sueño?. Amat se percató, antes de responder al oximorón planteado, que no podía cerrar los ojos y anularse de esa pesadilla. Sus parpados estaban plegados sobre sus globos oculares y algo estaba fallando. Miguel Amat estaba despierto con los ojos cerrados. Y peor aun podía ver a través de estos. Pero con visión de Rayos X.
Tampoco se pudo explicar el personal médico las razones de ese extraño efecto secundario. Luego de traspasar la incredulidad con un sinfín de pruebas, temerosos de convertir al hospital clínico en un circo, y en realidad, preocupados por enfermedades aun más terribles, o simplemente por sus propias vidas, el Consejo Médico que atendía a Miguel Amat decidió darle de alta, no obstante este presentar un fenómeno ocular sin denominación médica, que en la ficha de salida se acotó como secundario, y que acá transcribimos como una simple Visión de Rayos X.
Un simple proceso de complejidades. Mirar el mundo con Rayos X no es mirar al mundo. Es verlo. Todo. Una mujer no es solo una mujer, una mujer son las telas que la cubren y las carnosidades que abajo reposan. Es un interminable de nudos y terminales nerviosas, son fluidos, son huesos, y contenidos sólidos, heces fecales que se adivinan dentro ella. Una mujer es un fantasma que pasa frente a los ojos de Miguel Amat y que es traspasada por su fatal habilidad de ver entre las cosas. Pero lo peor, lo que determina la tragedia del ex--paciente -además de la falta de explicaciones a un accidente que le dejó dos dientes incrustados en la frente, dientes que fueron sustituidos por dos prótesis de plata, prótesis de las que sospecha una terrible cualidad conductora- es que esa mujer no es el mundo. Sino que detrás de esa mujer, a sus costados, por encima de ella, hay todo un universo que se mueve. Que Miquel Amat con su visión de Rayos X no adivina. Es un universo entero que puede ver. A través del universo. Una tautología que de inmediato lo convierte en una especie de pantomima metafísica. Poder ver la Totalidad es una absoluta mierda.
Desde ese día la vida de Amat se convirtió en un infierno. Le fue imposible adaptarse al mundo. Acercarse a una persona era reconocer toda un interioridad y de inmediato las nauseas venían a el. Los dos montículos en la frente le daban un aire demoníaco, y las risas de los otros no tardaban en aparecer. El acto de ingerir alimentos o bebidas constituía una invitación al asco. Basta con recordar como al entrar a un bar miraba como los vodka tonic, los riojas, las caipirinhas pasaban por entre los cuerpos para instalarse en esas cavidades ebullentes y blanquecinas. Basta con saber que Miguel Amat no podía ni siquiera cerrar los ojos. Obvio, si los cerraba podía ver a través de ellos.
Le fue imposible volver a sus labores habituales. Las dos formas de vida que tenía le fueron vedadas. La fotografía y la escritura. Esas dos formas de parcelar el mundo le eran ahora ejercicios fisiologicamente vedados. Esas actividades que ocupaban su tiempo y que en otra época le abarcaron no solo su tiempo e intelecto, sino que le prodigaron notoriedad e incontables relaciones, eran ahora sustituidas por la nada llena de visiones.
No tardó en aparecer el insomnio.
El vértigo que se produce durante las horas de insomnio, es el mismo vértigo que crece en el escritor frente a la página en blanco. Mientras Amat miraba al infinito a través de sus párpados, ambas certezas de madrugada se encuentran como dos serpientes ciegas que se cruzan. Al fondo el bramido de la Avenida Libertador le recuerda que sigue el tiempo corriendo, que pasa como la huella fugaz de los carros en la memoria de la noche.
Y sobre todo, le recuerda que no puedo dormir.
Más que poseer ese encanto metafísico que le adjudican los poetas, el insomnio se convierte –en su reiteración- en una realidad orgánica ineludible. El insomnio te obliga a vivir un segundo día. Una replica de las horas pasadas, un día silueta del pasado, pero esta vez sin nadie que te mire, sin nadie que atienda el teléfono.
Por su parte, la página en blanco, con fauces abiertas y amenazantes, te obliga a la eterna postergación. La página en blanco te hace tomar notas. La página en blanco te hace caminar en círculos. La página en blanco te hace mirar tu cuenta de correo una y otra vez, como si en un mensaje sorpresa pudiera venir ese párrafo que no te sale, o la cuartilla completa que necesitas para terminar el artículo. La página en blanco te termina obligando a usar eufemismos ridículos como <
La página en blanco es el insomnio de la literatura.
Desde el insomnio todas las chapuzas que se largaba a escribir para impresionar a la crítica cobraron sentido. Recordó a un amigo que al no poder conciliar el sueño se dedicó a escribir poemas. Otro más categórico echó mano de drogas varias para poder regular sus horas nocturnas. O el caso de una amiga que al sufrir de ataques de vigilia luego de su separación marital decidió mudarse de ciudad, cambiarse de país, hacer una reinvención de su vida. Y por supuesto no cuenta acá la lista interminable de amas de casa conocidas que hasta el presente tiene al Lexotanil como su mejor aliado.
El problema con el insomnio estriba en que, este, te obliga a ser mucho más tiempo tu mismo. Es una condena sorda, al menos para los que le damos cinco vueltas al gato, o que nos enfrentamos a dos demonios al mismo tiempo, ya lo dije: Insomnio – Hoja en Blanco, Hoja en Blanco – Insomnio, que nunca termina, sino que se reproduce y te compele a recorrer como en un juego de espejos interminables la realidad ya existida. El insomnio te niega la única posibilidad de evasión no cuestionable moralmente. El insomnio no te deja ser otro, no te deja soñar. El insomnio te hace morir sin muerte, o como mejor dijo Unamuno en su poema homónimo: "He ido muriendo hasta llegar al día".
Es cierto que Proust le confirió con su prosa amanecida ese encanto que aun conserva el insomnio en el escritor. Las caminatas de Proust después de trabajar. Cómo la luz de una lámpara podía evocar magistralmente un imperio íntimo perdido. Cómo el sonido de un piano extraviado a lo lejos podía hacer que la noche reviviera al tiempo. Pero también es cierto que revisar un manojo de citas insomnes nos habla de desesperaciones y espejos. O al menos de espejos –reales y metafísicos- nada confortables.
Repasó imágenes de autores que se confundían en la trama del mundo a Rayos X. Pessoa ante la inanidad de la noche sin sueño decía: "Contemplo la pared de enfrente de mi cuarto como si fuera el universo". O Montejo describiendo las tinieblas con la imagen lapidaria: "Toda la noche tiemblan las paredes". Y Mariño – Palacio, haciendo un maravilloso salto adelante en el vacío de la página desvelada: "Yo no sueño. Yo vivo en la eterna vigilia, que es el más hermoso de todos los sueños". Ese sueño que se confunde ahora con la realidad, ahora que la Avenida Libertador hace silencio, que ya los autos no la transitan y el silencio de una ciudad que duerme enfrenta a Amat a esas dos serpientes ciegas que esperan por él. Sigue sin poder dormir.
Dejó de buscar respuestas en la ventana y caminó hacia la cocina de su casa. Cuatro paredes atrás divisó el utensilio que serviría a sus propósitos. Tomo una lata de atún de la gaveta como para justificar sus acciones. Siguió hasta el otro lado de la cocina donde lo esperaba el abrelatas de navaja al lado del microondas. No tenía hambre. Ni sueño. Tomó el abrelatas con las dos manos y empezó a apretarlo con todas sus fuerzas contra uno de sus ojos.
J.E Parra (prestado no más)
9.9.09
9 del 9 del 9 / 1 chat
Manuel:¿cómo estás?
Manuel: ¿?
Insensata:
Insensata: PORK LE DICEN CAROLO?
Manuel: no te enojes, pero me da asquito Cerati
insensata: Es envidia
Manuel: Te entiendo, pero es fulerón
Insensata: Me lo tiro sin pensarlo, sin asco, cierro los ojitos y ya... y que me toque la guitarra
Insensata: Nooooooooooo
ruidos molestos
8.9.09
martes
los hippistócratas del barrio llevando a sus nenes a jardines antroposóficos
un hombre herido escondido en la cabaña del bosque
un inquilino durmiendo la mona de un bourbon casero
dulces nenes de mi vida jugando a crecer
y este sol radiante de septiembre
y esas cuecas que comenzarán a sonar tan pronto
y ese brillo que se me sube de a poco a la carita
y esa fuerza natural que suena en mis oídos
salud por esta vida que nos toca!
6.9.09
Amor rabioso (o el cáncer que no se sabe cómo llega)
Esta mañana de domingo llueve adentro. Llueve agua y fuego. Llueve pena. Llueve vergüenza por los golpes asestados.
3.9.09
2.9.09
Los Testigos De Jaimito
Salía en la mañana de mi casa bastante dormido cuando me topé con dos mujeres. Me preguntaron si tenía un minuto puesto que necesitaban hacerme una pregunta, y yo, tan despistado, les dije que sí, que no había ningún problema. Pero lo había: Esas locas resultaron ser evangelistas.
¿Hace cuánto tiempo que no me molestan? Puedo afirmar, con sinceridad, que más de diez años. Particularmente desde que me revelaron el secreto para espantarlos.
Mi compañero en la escuela primaria se llamaba Fabián Escudero. Era alto, delgado, rubio y de ojos azules. Llevaba el pelo siempre engominado, por lo que parecía esos niños de los años
Mis padres salían todos los sábados por la mañana. Iban al centro de la ciudad a comprar verduras, pescado y frutas a la feria trashumante, por lo que me quedaba solo en casa. Antes de salir mi madre me decía: “Ojo con el gas; siempre cerrá la llave de paso. No pongas música muy fuerte. Y no le abras a nadie, aunque te digan que nosotros lo mandamos”. Mi padre, por su parte, me reprendía diciéndome que no prendiera las luces: “Usá la luz del sol”. Jamás pude comprender a qué se referían. Casi nunca prendía las hornallas para calentar siquiera el agua para el mate, no oía música porque me gustaba ver televisión y no prendía las luces por considerarlo un acto estúpido. Además, dormía casi toda la mañana hasta que ellos volvían.
Por la cuadra de mi casa pasaban miles de vendedores ambulantes vendiendo antenas para televisores, tendederos para colgar la ropa, espejos, azafrán y hasta libros usados. A todos les decía lo mismo. “No, no. Gracias”. Y volvía a mi cama o al sofá. De quienes no podía librarme con tanta facilidad era de los vendedores de la palabra de Dios.
Los padres de Fabián eran, de entre los hermanos, de los más entusiastas y lideraban un grupo de ocho o diez personas encargadas de peregrinar justamente en mi barrio. Su madre se llamaba Sofía. Era una mujer altísima de cabello lacio y rubio y sus ojos eran de color celeste. De joven habrá sido, seguramente, una bellísima mujer.
Sofía llegaba a media mañana con un grupo de mujeres a la puerta de mi casa y tocaba el timbre o golpeaba las manos hasta que le contestaran. Jamás pude hacerme el distraído, por lo que solía hablarles desde la ventana. “Mis papás no están ahora”, les gritaba. Pero no las amedrentaba en lo absoluto. Les daba una pena enorme no encontrar a mis padres en ese momento pero me pedían que me acercara a la puerta de calle para, cuanto menos, oír lo que ellas tenían para decirme y, así, yo se lo diría a mis padres a su regreso.
Por supuesto yo era un niño de unos seis o siete años al que le costaba poco y nada confiar en cualquier persona del mundo –aun cuando me hayan aleccionado para desconfiar de todos-, pero tampoco era tan tonto. ¡Los Testículos de Jehová, como solíamos llamarles con mis amigos, querían tenderme una trampa! Les insistía en que no podía abrirle la puerta a nadie y menos aún acercarme a la reja. Ahí era cuando aparecía Sofía. Me saludaba y me decía que era la mamá de Fabián. Con eso bastaba. Ella sabía que no podía negarme a saludar a la madre de mi compañero de escuela. Entonces debía salir y comerme una perorata divina de cuanto menos veinticinco minutos. Y de todo cuanto Sofía me decía, apenas si me quedaba alguna que otra frase suelta en mi memoria, más las mil doscientas veces que utilizaba la oración “Dios, nuestro Señor”.
Así viví al menos hasta los doce o trece años de edad. Siempre sucedía lo mismo. Las mismas mujeres, el mismo intento por mi parte de negarme a salir y, por supuesto, el mismo chantaje de Sofía, aun sabiendo que Fabián había cambiado de escuela hacía ya cuatro años y lo veía muy de vez en vez en el almacén de Doña Enriqueta cuando me mandaban a comprar.
Cierto día me reencontré con Fabián Escudero en la fiesta de un amigo que teníamos en común. Lo vi cambiado: Ya no llevaba el pelo engominado sino un corte muy moderno. Vestía pulcramente, es cierto, pero se notaba que le importaba la estética y le gustaba cualquier prenda que no fuera el consabido traje de vestir de color gris, camisa banca y corbata negra.
Recuerdo que me impactó verlo fumar cigarrillos y, peor para mi asombro, beber cerveza como el que más. Me acerqué, nos saludamos y nos pusimos a conversar. Yo le preguntaba, o medio le reprendía, si sus padres estaban al tanto de que fumaba y bebía. Fabián se me rió en la cara como si le hubiese contado un excelente chiste o una vieja infidencia. Me quedé atónito e inquieto, sin saber qué decirle. Y aunque ya éramos bastante grandecitos, el recuerdo de la golpiza me desanimó para embocarlo en la napia.
Mi viejo compañerito de escuela fue a buscar unas cervezas, se sentó nuevamente a mi lado, me dio una botella, me abrazó y me preguntó si yo verdaderamente creía que él podía profesar las mismas pavadas en las que creían sus padres. Nuevamente me quedé sin respuesta.
Entonces Fabián fue explicándome el hecho de que sus padres se hayan convertido al evangelismo, y aún cuando a él mismo lo hayan bautizado bajo esa misma fe, no significaba que él fuese evangelista por defecto. Fabián tenía muy en claro desde pequeño, según me contaba, que quería ser cualquier cosa antes que un predicador o, simplemente, un imbécil más teniendo que dejar de vivir y ser feliz para tener que peregrinar calles y calles en busca de adeptos. Y lo que más le gustaba a Fabián Escudero, además de los cigarrillos, los amigos, el escabio y las chicas, era, en definitiva, el dinero.
Me confesó que los evangelistas mueven toneladas de dinero y que, las más de las veces, aparentan no tenerlo cuando, en realidad, lo tienen y en cantidades para derrochar. Pero el problema, o lo que a él no le gustaba, era que no le sacaban ningún provecho. Y Fabián quería guita: Plata para comprarse lo que quisiese, para viajar a donde desee y hasta para malgastarla en estupideces que le dieran un mayor estatus –o, simplemente, placer-.
Conversamos y nos reímos durante toda la noche y nos sentimos, al menos yo lo sentí así, como si hubiésemos sido de los mejores amigos en la infancia. Creo que así sucedió porque él se complacía que alguien del pasado descubriera su más íntima verdad, puesto que jamás dejó de ir con sus padres a la iglesia ni de salir a evangelizar con su padre por otros barrios hasta que fue mayor y se fue de la casa y del país. Y por mi parte lo sentí cercano porque pudo confirmar mi idea de que ser evangelista puede ser una tortura viviente y, también, porque lo vi como un descarriado de la senda del Señor. No, mejor aún, como el mismísimo Lucifer: Inteligente, sagaz, dramático, complaciente y con deseos muy precisos y claros.
Luego de la fiesta viajábamos en el colectivo recordando pendejadas de escuela, de la frígida de la directora que nos castigaba hasta por respirar y de mil cosas más. Sin embargo, algo me quedaba picando en la cabeza. Le pregunté, entonces, por qué él siendo hijo de padres evangelistas y perteneciendo a los Testigos de Jaimito –como se les conocía despectivamente por la gente del barrio-, y sin faltar a las costumbres familiares y religiosas de los suyos, haciendo finalmente lo que realmente quería, por qué no se copaba y le pedía a su madre, a Sofía, que me dejara en paz y que entendiera que ni yo ni ninguno en mi familia estaba interesado en lo absoluto en convertirse al evangelismo.
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