Un Mini Cupper Verde Inglés
Por Che Mbaé
Al segundo día de mi llegada a Galicia, aun cansado de mi viaje y sin poder quitarme de encima el horario de Buenos Aires, me llamó por teléfono Pablo, uno mis tantos primos españoles.
Tuve que levantar mi cuerpo de la cama, vestirme dormido y bajar hasta el bar donde me esperaba. Pablo estaba ansioso por conocerme y llevarme a conocer su terruño.
Al verlo no pude distinguir ningún rasgo de mi familia paterna. Es más, vi a un tipo pintón, fachero y carilindo, con una nariz respingada y perfecta. No como el gancho de aguilucho que nos caracteriza. Nosotros, los Gutiérrez, solemos ser simplemente interesantes y una máxima que siempre ha distinguido a mi familia ha sido: “No le pidas peras al olmo”. Pablo era la excepción que siempre creí no existiría.
Nos presentamos, yo bebí un café bien negro y fuerte para despertar del todo y salimos hacia la Plaza Barceló donde estaba su auto estacionado. A la distancia sonó una alarma y tintinearon las luces de un bellísimo Mini Cupper de color verde inglés. Era un auto hermoso, pequeño pero ganador. Y estaba altamente tuneado. Mi primo era alto pistero.
Bajamos hasta la ría y cruzamos el Puente de los Tirantes. Tomamos la otra orilla y fuimos en dirección a Poio. Mientras subíamos por la ruta Pablo me preguntaba si me gustaba Pontevedra, si ya conocía España. Yo le respondía secamente, algo cohibido. A fin de cuentas, fuese mi primo o no, era la primera vez que le veía en mi vida y ante situaciones similares casi nunca sé muy bien cómo reaccionar. Mi primo seguía preguntándome sobre todo y mis respuestas se tornaban peor que las respuestas de un cuestionario de verdadero-falso. Pronto nos callamos.
Pasamos Poio y de ahí en más mi memoria perdió los nombres de los pequeños pueblos por los que atravesábamos. En cierto lugar Pablo se desvió del camino. Quería mostrarme el departamento que había comprado sin que su madre lo supiera. Era una enorme construcción sin terminar, como las tantas que se pueden ver hoy en Galicia. No me causó ninguna impresión, apenas era una estructura de cemento vacía. Pero me alegré por él y lo felicité.
Volvimos a la ruta. Le pregunté hacia dónde iríamos. A San Xenxo, me contestó Pablo. Allí está una de las mejores playas de Pontevedra, y pude comprobar que es cierto. El agua del mar es exageradamente cristalina y desde el mirador se podían ver los tintes que jugaban entre el verde, el gris claro y el azul profundo. Daba pena el tornillo que hacía aquella tarde de Abril. De lo contrario, me hubiera desvestido y me hubiera zambullido en el agua de cabeza.
Pablo me contaba que allí arriba, por toda la costa de San Xenxo, era donde estaba la movida, la diversión. Monstruosas discotecas una al lado de la otra, las cuales abrían sus puertas alrededor de las cuatro de la madrugada, auguraban la prolongación de la fiesta y la felicidad a pura música electrónica. El Paraíso, según mi primo español.
Volvimos a la Plaza Barceló, estacionó el auto y yo creí que mi paseito había terminado. Aun faltaba mucho por conocer, al parecer, y Pablo estaba absolutamente convencido que me llevaría por toda Galicia esa misma noche.
Fuimos a un bar moderno pero con cierto estilo irlandés. Allí estábamos tomando unas cañitas con dos amigas de mi primo, de las cuales no recuerdo sus nombres pero sí recuerdo que eran preciosas. Niñas bonitas de diecisiete o dieciocho años, no más.
Una de ellas nos contó una de sus tantas anécdotas, la cual yo recuerdo de la siguiente manera: La flaca tenía dieciocho años recién cumplidos y aun no había terminado la “prepa”. Al parecer tenía que dar un examen para recibirse, matemáticas, materia en la que siempre falló. La última vez que lo intentó le pasó lo siguiente…
Ella estaba en su departamento supuestamente estudiando cuando de pronto la llama su madre al celular. Ésta le dice que está en el garaje y le pide que baje de inmediato. La piba no entendía nada de nada, pero tomó el ascensor sin pensárselo mucho. Allí abajo estaba su madre y su padre y detrás de ellos un flamante auto nuevo con un cordel de regalo que lo atravesaba de una punta a la otra. Entonces la madre le dijo: “Si mañana apruebas la asignatura, este carro será tuyo”.
La flaquita aun sigue estudiando para dar el examen de matemáticas y el tu-tú fue devuelto a la agencia.
La risa, simplemente, estalló. Yo también reí, debía hacerlo por respeto a los amigos de mi primo Pablo. Pero pensaba: “¿Qué carajo estoy haciendo acá?”. Di cualquier excusa, a Pablo en primer lugar, y me largué de ahí. Realmente estaba cansado del viaje y no tenía ánimos para comprender, todavía, los problemas de otro tipo de sociedad.
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