11.9.09

Bidente (sic)

Bidente
Por Jesús Ernesto Parra

"Aquel a quien los dioses quieren destruir,
primero lo vuelven loco."
(Eurípides).

No imaginó cuando tomaba el túnel que el peralte de la curva lo lanzaría contra el margen de la autopista. Se acercaba confiado a tomar esa curva, tarareando a labios mudos la canción de la radio, incluso se permitió cambiar de estación cuando una voz que reseñaba productos médicos interrumpió el tema. Embrague, cambio de velocidad, una estación, otra estación, suelta el pedal y mira delante. Busca, busca en el dial y nada encuentra, mira al frente. Mira la curva. Siente que a pesar de estar cerca la puede dominar, pero es tarde. No la tomará nunca. El carro sigue casi de frente contra la defensa y la salta. Continúa su avance por el carril contrario, y a pesar de esa diagonal que parece de horas, inmediatamente está incrustado contra la defensa. La radio ya no suena, y Miguel Amat no se mueve dentro de su pequeño Chevrolet Corsa, ahora hecho trizas. El mismo silencio en el interior del automóvil, se replica como un eco negro en el resto de la autopista, y quizá en toda la ciudad. Por más de cuarenta y cinco minutos ningún automóvil cruzó la Autopista del Este. Durante ese tiempo nadie supo que Miguel Amat estaba inconsciente.

La ambulancia que vino a recogerle tardó doce minutos en llegar. Así como la patrulla policial que arribó al sitio, igual que la ambulancia, en completo silencio. Solo funcionaban las luces de emergencia de ambos coches y cualquiera que los hubiera visto cruzar la avenida pensaría que estaba viendo la escena de una película sin audio. Una de esas películas donde algo terrible está sucediendo y es inevitable un fatal desenlace. Una película donde sin duda las ambulancias y la policía llegan tarde. Una película donde un desconocido –solo nosotros sabemos que su apellido es Amat- estrelló su auto contra unas defensas y ahora estaba inconsciente en su asiento, inmóvil, sin poder ver como los paramédicos y policías se acercaban a él sin hacer ruido, conservando el mutis de la película, como sin querer despertarlo, o peor aun, como si sospecharan que algo muy peligroso está por acontecer.

Lo primero que sorprendió al equipo médico, que atendió a Amat en el hospital aquella noche, fue la inflamación del lóbulo frontal. Luego de hacer una considerable cantidad de radiografías y colocar a la víctima en una cama de la unidad de cuidados intensivos el equipo médico se dedico a deliberar sobre el extraño caso que tenían en sus manos. Cualquier persona que mirara con atención las placas de Amat se asombraría al reconocer en el medio del rostro la mancha que hacían en las placas de Rayos X los dientes incisivos de la víctima, esta vez extrañamente ubicados en la parte superior del rostro. Como producto del golpe los dientes delanteros atravesaron el cráneo de Amat y quedaron incrustados en la parte baja de los senos paranasales. El golpe fue tan poderoso –sospechan los doctores- que produjo una increíble inflamación en el rostro del conductor.

Tardó ocho semanas en bajar la inflamación del rostro. De las facciones elefantiásicas de los primeros días, Amat pasó a recuperar sus habituales líneas. Solo que con una modificación. Una leve modificación de su rostro, en donde ahora en la zona del entrecejo se notaba la presencia de dos pequeños promontorios que delataban la tumba endodérmica de los que alguna vez fueron los dientes incisivos del conductor. Tardó ocho semanas en bajar la inflamación y fueron seis semanas más para despertar del coma. Nadie se dio cuenta que Miquel salió del coma, muy a pesar de que todos pasaban a su lado, y aun habiéndose modificado el patrón de sus signos vitales. Miguel Amat todavía no habría los ojos.

En principio estaba convencido que soñaba. Que esas formas que se movían en un universo de negativo fotográfico, donde las capas de piel, tela, músculo, y tejido adiposo podían ser sustituidas de inmediato por sistemas óseos con plena animación, le hacían sospechar de la verosimilitud de lo que pasaba. Desde hacía horas frente a él se dibujaban pisos habitados, mundos superiores llenos de esqueletos vivos, de tramas secretas de cables, túneles por donde una rata calavérica hacía recorridos varios, y donde a veces podía distinguir -concentrándose hasta el cansancio- alguna fibra de dérmica en aquellos cuadros que se perdían hacia arriba como si fueran cielos vedados a su condición de condenado a ese mundo de esqueletos.

Fue tanta la extenuación que produjeron estas visiones infernales que Amat se sintió presa de una aplanadora somnolencia. Pero ¿se puede sentir sueño dentro de un sueño?. Amat se percató, antes de responder al oximorón planteado, que no podía cerrar los ojos y anularse de esa pesadilla. Sus parpados estaban plegados sobre sus globos oculares y algo estaba fallando. Miguel Amat estaba despierto con los ojos cerrados. Y peor aun podía ver a través de estos. Pero con visión de Rayos X.

Tampoco se pudo explicar el personal médico las razones de ese extraño efecto secundario. Luego de traspasar la incredulidad con un sinfín de pruebas, temerosos de convertir al hospital clínico en un circo, y en realidad, preocupados por enfermedades aun más terribles, o simplemente por sus propias vidas, el Consejo Médico que atendía a Miguel Amat decidió darle de alta, no obstante este presentar un fenómeno ocular sin denominación médica, que en la ficha de salida se acotó como secundario, y que acá transcribimos como una simple Visión de Rayos X.

Un simple proceso de complejidades. Mirar el mundo con Rayos X no es mirar al mundo. Es verlo. Todo. Una mujer no es solo una mujer, una mujer son las telas que la cubren y las carnosidades que abajo reposan. Es un interminable de nudos y terminales nerviosas, son fluidos, son huesos, y contenidos sólidos, heces fecales que se adivinan dentro ella. Una mujer es un fantasma que pasa frente a los ojos de Miguel Amat y que es traspasada por su fatal habilidad de ver entre las cosas. Pero lo peor, lo que determina la tragedia del ex--paciente -además de la falta de explicaciones a un accidente que le dejó dos dientes incrustados en la frente, dientes que fueron sustituidos por dos prótesis de plata, prótesis de las que sospecha una terrible cualidad conductora- es que esa mujer no es el mundo. Sino que detrás de esa mujer, a sus costados, por encima de ella, hay todo un universo que se mueve. Que Miquel Amat con su visión de Rayos X no adivina. Es un universo entero que puede ver. A través del universo. Una tautología que de inmediato lo convierte en una especie de pantomima metafísica. Poder ver la Totalidad es una absoluta mierda.

Desde ese día la vida de Amat se convirtió en un infierno. Le fue imposible adaptarse al mundo. Acercarse a una persona era reconocer toda un interioridad y de inmediato las nauseas venían a el. Los dos montículos en la frente le daban un aire demoníaco, y las risas de los otros no tardaban en aparecer. El acto de ingerir alimentos o bebidas constituía una invitación al asco. Basta con recordar como al entrar a un bar miraba como los vodka tonic, los riojas, las caipirinhas pasaban por entre los cuerpos para instalarse en esas cavidades ebullentes y blanquecinas. Basta con saber que Miguel Amat no podía ni siquiera cerrar los ojos. Obvio, si los cerraba podía ver a través de ellos.

Le fue imposible volver a sus labores habituales. Las dos formas de vida que tenía le fueron vedadas. La fotografía y la escritura. Esas dos formas de parcelar el mundo le eran ahora ejercicios fisiologicamente vedados. Esas actividades que ocupaban su tiempo y que en otra época le abarcaron no solo su tiempo e intelecto, sino que le prodigaron notoriedad e incontables relaciones, eran ahora sustituidas por la nada llena de visiones.

No tardó en aparecer el insomnio.

El vértigo que se produce durante las horas de insomnio, es el mismo vértigo que crece en el escritor frente a la página en blanco. Mientras Amat miraba al infinito a través de sus párpados, ambas certezas de madrugada se encuentran como dos serpientes ciegas que se cruzan. Al fondo el bramido de la Avenida Libertador le recuerda que sigue el tiempo corriendo, que pasa como la huella fugaz de los carros en la memoria de la noche.

Y sobre todo, le recuerda que no puedo dormir.

Más que poseer ese encanto metafísico que le adjudican los poetas, el insomnio se convierte –en su reiteración- en una realidad orgánica ineludible. El insomnio te obliga a vivir un segundo día. Una replica de las horas pasadas, un día silueta del pasado, pero esta vez sin nadie que te mire, sin nadie que atienda el teléfono.

Por su parte, la página en blanco, con fauces abiertas y amenazantes, te obliga a la eterna postergación. La página en blanco te hace tomar notas. La página en blanco te hace caminar en círculos. La página en blanco te hace mirar tu cuenta de correo una y otra vez, como si en un mensaje sorpresa pudiera venir ese párrafo que no te sale, o la cuartilla completa que necesitas para terminar el artículo. La página en blanco te termina obligando a usar eufemismos ridículos como <>, ó <>, y más lamentable aun <>.

La página en blanco es el insomnio de la literatura.

Desde el insomnio todas las chapuzas que se largaba a escribir para impresionar a la crítica cobraron sentido. Recordó a un amigo que al no poder conciliar el sueño se dedicó a escribir poemas. Otro más categórico echó mano de drogas varias para poder regular sus horas nocturnas. O el caso de una amiga que al sufrir de ataques de vigilia luego de su separación marital decidió mudarse de ciudad, cambiarse de país, hacer una reinvención de su vida. Y por supuesto no cuenta acá la lista interminable de amas de casa conocidas que hasta el presente tiene al Lexotanil como su mejor aliado.

El problema con el insomnio estriba en que, este, te obliga a ser mucho más tiempo tu mismo. Es una condena sorda, al menos para los que le damos cinco vueltas al gato, o que nos enfrentamos a dos demonios al mismo tiempo, ya lo dije: Insomnio – Hoja en Blanco, Hoja en Blanco – Insomnio, que nunca termina, sino que se reproduce y te compele a recorrer como en un juego de espejos interminables la realidad ya existida. El insomnio te niega la única posibilidad de evasión no cuestionable moralmente. El insomnio no te deja ser otro, no te deja soñar. El insomnio te hace morir sin muerte, o como mejor dijo Unamuno en su poema homónimo: "He ido muriendo hasta llegar al día".

Es cierto que Proust le confirió con su prosa amanecida ese encanto que aun conserva el insomnio en el escritor. Las caminatas de Proust después de trabajar. Cómo la luz de una lámpara podía evocar magistralmente un imperio íntimo perdido. Cómo el sonido de un piano extraviado a lo lejos podía hacer que la noche reviviera al tiempo. Pero también es cierto que revisar un manojo de citas insomnes nos habla de desesperaciones y espejos. O al menos de espejos –reales y metafísicos- nada confortables.

Repasó imágenes de autores que se confundían en la trama del mundo a Rayos X. Pessoa ante la inanidad de la noche sin sueño decía: "Contemplo la pared de enfrente de mi cuarto como si fuera el universo". O Montejo describiendo las tinieblas con la imagen lapidaria: "Toda la noche tiemblan las paredes". Y Mariño – Palacio, haciendo un maravilloso salto adelante en el vacío de la página desvelada: "Yo no sueño. Yo vivo en la eterna vigilia, que es el más hermoso de todos los sueños". Ese sueño que se confunde ahora con la realidad, ahora que la Avenida Libertador hace silencio, que ya los autos no la transitan y el silencio de una ciudad que duerme enfrenta a Amat a esas dos serpientes ciegas que esperan por él. Sigue sin poder dormir.

Dejó de buscar respuestas en la ventana y caminó hacia la cocina de su casa. Cuatro paredes atrás divisó el utensilio que serviría a sus propósitos. Tomo una lata de atún de la gaveta como para justificar sus acciones. Siguió hasta el otro lado de la cocina donde lo esperaba el abrelatas de navaja al lado del microondas. No tenía hambre. Ni sueño. Tomó el abrelatas con las dos manos y empezó a apretarlo con todas sus fuerzas contra uno de sus ojos.

J.E Parra (prestado no más)

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