4.2.10
las mascotas y el amor
la mascota de A era un perro dálmata al que su padre bautizó como Jimmy, en honor a Jimmy Connors, el tenista nacido en Illinois en 1952. A este se sumaba una coneja llamada Pepa y un pollo amarillento y famélico de nombre Gilberto. Hubo días felices con esta mini comunidad de animales, piensa A. Pero sus finales fueron lamentables. El perro murió tristemente consumido por el apetito voraz de una colonia de garrapatas que vivía en su piel desde hace años. la coneja huyó un día X abriéndose paso por entre la reja del jardín (o al menos eso fue lo que se manejaba como tesis) dejando como recuerdo un regadero de pequeñas fecas en forma de canicas que tardó tiempo en recoger. De Gilberto mejor no hablar: terminó en la cazuela dominguera como plato de fondo para agasajar a la abuela de A en su cumpleaños número 80. El descuidado entorno animal dio a A la señal de que el apego dolía tarde o temprano. la opción de no encariñarse adquirió feroz sentido en su incipiente corazón de sandía. (A recuerda mientras escribe sobre la rata blanca de laboratorio regalada por T, la amante de su padre: fue sacrificada luego de morder la mano que le daba de comer). cuando A alcanzó la adolescencia solía no pensar en el amor y entre sus piernas florecía la flor más húmeda y tierna de toda la ciudad. En esos días tuvo novios ocasionales a los que se entregaba apoyada en cualquier árbol y despertaba en su camita de niña buena con el recuerdo las miradas torvas de esos machos taciturnos que mordían y suspiraban entre sus pezones. Hoy la flor era un cartucho doloroso, una oquedad rellena de calambres a la que sólo sus dedos podía apaciguar.
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